A finales de marzo el Tottenham inauguraba su nuevo y lujoso estadio con un guiño al pasado: un partido entre los veteranos de los Spurs y los del Inter de Milán. El público asistía al espectáculo con orgullo nostálgico mientras por la inmaculada pradera trotaban glorias como Ginola, Berbatov, Robbie Kean o Klinsmann. También el idolatrado Paul Gascoigne. A sus 52 años, había aguantado apenas unos minutos sosteniéndose de mala manera sobre el césped. Las rodillas peligrosamente rígidas, un talón de Aquiles a punto del desgarro y un cuerpo castigado por años de excesos etílicos no daban para más. Pero en el momento de su sustitución se llevó la ovación de la tarde. La memoria popular lo mantiene como un icono de talento, irreverencia y clase. El gran Gazza todavía ama tanto el fútbol como cuando jugaba queriendo devolver a los hinchas el precio de la entrada con un repertorio de sutilezas técnicas, pases majestuosos y quiebros fulminantes con los que parecía regatear al mundo y a sus propios fantasmas. Se marchó del terreno de juego entre lágrimas, con las gradas patas arriba en un homenaje espontáneo que denota la tradicional predilección de la hinchada londinense por los jugadores creativos y distintos. Siempre los tuvo en sus mejores épocas.
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