La inmortal sensibilidad del escritor Eduardo Galeano plasmó como nadie la belleza del gol que Zico considera como el mejor de todos los que hizo en su vida: “La pelota llegó, en centro cruzado, desde la derecha. Zico, que estaba en la media luna del área, entró con todo. En el envión se pasó: cuando advirtió que la pelota le quedaba atrás, dio una vuelta de carnero en el aire y en pleno vuelo, de cara al suelo, la pateó de taco. Fue una chilena, pero al revés. '¡Cuéntenme ese gol!', pedían los ciegos”. Corría el año 1993 y el Kashima disputaba la Copa del Emperador contra el Tohoku Sendai. Zico ya tenía 40 años y llevaba dos enrolado en la última aventura de su soberbia carrera. Antes ya se había retirado para arrancar una breve carrera política como Secretario Nacional de Deportes. Pero la oferta japonesa para regresar era tentadora. Tan grande como la pasión que Zico siempre ha puesto en todo lo que hace. Con las rodillas reventadas, pero armado con la fe de un evangelizador y una gigantesca capacidad de convicción, Zico mantenía aun ardiendo la llama de su técnica infusa y la ilimitada creatividad que le habían coronado como uno de los mejores jugadores de la historia. Esas cualidades que otro escritor, su compatriota Armando Nogueira, condensó en una metáfora maravillosa: “Zico juega al fútbol como si la pelota fuera una rosa entreabierta entre sus pies”.
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