A mi hermana Ana no le apasionaba el tenis, al menos que uno lo supiera, y llevábamos tres lustros de convivencia en casa. Pero de ella es de quien más me acuerdo de una tarde de domingo de 1989, cuando París comenzó a ser la capital de España al grito de Arantxa Sánchez Vicario. Para mí lo de menos fue el extraño bautismo al que sometió a la heroína (“¡Va-mos-A-ran-za-zuuuu!” con esa u final muy de artillería anti alemana). Lo realmente sorprendente fue la naturalidad con la que nos dio a entender a los chicos de la casa que una cosa era no practicar ese deporte y otra muy distinta no creer en esa deportista. “Steffi Graf es la número uno del mundo sin discusión”, le decía yo, con la estadística en la mano. “Pues se la ve muy sosa y un poco paradita. Mírala bien, es que ni sonríe”, me ponía en mi sitio con un globo a la línea. “Ya, pero Arantxa tiene 17 años y es su primera final”. “¿Y eso es malo? Lo que no entiendo es que se ponga la bola que le sobra en ese artilugio de la espalda; se le va a caer a cada rato”.
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