Arkadiusz Milik recorre el campo con la elegancia de un bailarín clásico, erguido, juntando escápulas, estirando el cuello y alzando la frente en busca de líneas de pase y líneas de fuga. Pisa la hierba con mucha suavidad, como si temiera estropearla, incluso cuando acelera. Cuida tanto la reserva de energía que cada vez que arranca es porque percibe que puede ocurrir algo. Y suele llevar razón. A Polonia le ocurren cosas cada vez que Milik sale de su madriguera.
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