El partido se disputó, pero no se jugó. Imperaba la ley del hombre al suelo que gobierna siempre las disputas; el fútbol se rige por el balón al suelo, llámese césped o pasto. Menos aún si quien gobierna la disputa, no el fútbol, es un tipo encantado de haberse conocido, plagado de gestos para la tele, un árbitro de esos que entienden el diálogo como una disculpa permanente con la garantía de atraer las cámaras hacia su calva morena y reluciente. Antes de acabar la primera mitad, ya se había cargado a dos contendientes (Marcelo Díaz y Rojo) con la rigurosidad de los mediocres: ni la segunda tarjeta de Marcelo Díaz fue falta ni la de Rojo tan alevosa como para el máximo castigo. Tan feliz estaba el árbitro brasileño con sus gestos, diálogos y aspavientos (propios de la ópera bufa) que no entendió lo que necesitaba el partido: calma, ducha, vestuario... y alargó la disputa, que no el partido, más de cinco minutos.
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