Sentado en el banquillo, allí donde empezó el torneo lesionado, después de cinco goles y cuatro asistencias, Leo Messi buscaba razón a algo que no se puede explicar. Lloraba el 10 en el MetLife Stadium mientras el fisioterapeuta de la selección, su amigo, Dady Dandrea, se acercó a consolarle. Después de él, acudió el equipo, uno tras otro, conscientes de que esas lágrimas son una herida abierta a la eternidad. A Leo se le rompió el alma en Nueva York, porque ya son tres finales perdidas seguidas. Ganó Chile, y tal vez, ya no habrá camino de vuelta. Sentado sobre el césped, Leo buscó un sueño que se escapó. Y terminó llorando su desgracia.
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