La de ayer, en París, parecía más una jornada playera de la Costa Azul que una propia de la Citè, a la que la meteorología le suele vacilar con la habilidad de un trilero. La noche anterior, lluvias torrenciales; al amanecer, un aire gélido y otoñal, desagradable; y a mediodía, cuando Rafael Nadal y David Ferrer saltaron a la arena para deshacerse respectivamente de Andrey Kuznetsov (6-1, 6-3 y 6-2) y Simone Bolelli (6-3, 1-6, 5-7, 6-0 y 6-1), y acceder a los octavos de Roland Garros, calentaba la ciudad un sol radiante. París, señorita francesa, es así; caprichosa como ella sola. Por eso, ayer ofreció un estío pasajero, como si quisiera embellecer y dar lustre a los triunfos de los dos únicos representantes españoles en el cuadro masculino.
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