El tiempo, juez inexorable, no hace excepción con nadie. Y en Roland Garros, donde todo transcurre a una velocidad de vértigo, es un bien que escasea. No hay tregua. Desde que la organización del torneo levanta la persiana, a eso de las ocho de la mañana, el complejo se convierte en un avispero. Por eso es imposible dar más de dos o tres pasos sin tropezar con alguien (o algo); por eso, a Toni Nadal le costó ayer dios y ayuda abandonar la pista 10, donde se ejercitó su sobrino Rafael por espacio de hora y media, y avanzar entre las 300 personas que presenciaron el entrenamiento y solicitaban después una firma al campeón (o a su tío). “Venga, venga, que hay prisa”, decía este último, sometido, como todo mortal, a la dictadura del cronómetro.
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