Detrás de los cristales, machadiana, la lluvia cae; en el comedor, proustianamente, dos ciclistas del montón pelan huevos cocidos con la mirada perdida, como autómatas. Son Monsalve, de Venezuela, y Gavazzi, de Sondrio. Pelan al menos media docena cada uno. Desechan las yemas amarillas y solo conservan las claras, tan blancas, que machacan y mezclan en un bol con una papilla infame con un engrudo. Dan el último toque al plato con un chorro de miel pringosa y un chorro de café recién hecho, abrasante. Es su desayuno de campeones. Quedan cinco horas para el comienzo de una contrarreloj de 60 kilómetros, de más de 80 minutos de esfuerzo empapado, en la que ellos, su resultado, no interesan a nadie. Pueden mirar el calendario. Llevan 14 días desayunando así, silenciosos como máquinas, ausentes. Solo les queda una semana.
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