Jorge Lorenzo estaba frustrado. Le costaba más de lo que llegó a imaginarse. Más de lo que consideraba admisible. Más de lo que nunca le había costado. A él, uno de los mejores pilotos de los últimos tiempos, tres campeonatos de MotoGP a su espalda. Pero nunca le faltó motivación. Él decidió apostar por la Ducati, una moto complicada como pocas, difícil de domar, de entender. Y, tozudo como es, se había empeñado en ganar con ella. Solo necesitaba tiempo. Todo ese tiempo que solo él se ha concedido. Ese tiempo que Ducati no ha querido esperar para seguir confiando en el hombre al que le dieron 24 millones de euros por dos años. Un año y cinco carreras después no han querido ni garantizarle, con elegancia, que tenía un sitio en su equipo. Y sabían lo poco que estaba dispuesto a aceptar por conseguir su reto. Un reto ambicioso. Lo sabían todos. Pero algunos dejaron de creer antes que otros.
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