Fernando Torres está golpeado, exhausto, sentado junto a su taquilla, doblado hacia adelante con el rostro tapado por la melena. “¡Fernando! ¡Puede más! ¡Puede más! ¡Está bien, pero puede más!”. La voz pectoral de Luis Aragonés resuena en la sala mal iluminada con luz fluorescente. Se escuchan las pisadas, los tacos contra el suelo, y la respiración de 30 hombres agitados añade un rumor orgánico al movimiento. Se ven fisioterapeutas ocupados en llevar vendas, tráfico de utileros, y suplentes caminando nerviosos, especialmente Andrés Palop, el tercer portero, que va de un extremo a otro de la sala tocando a sus compañeros sudorosos y vociferando una fórmula mágica: “¡Vamoschico, vamoschico, vamoschico…!”. Hay una mesa con un balón encima. Carles Puyol pasa como una sombra, coge el balón con una mano y con la otra le da un puñetazo y lo deja en el sitio. Xavi viene detrás, coge el mismo balón y lo hace girar entre sus dedos. “¡Venga, chavales!”, grita, “¡Vamos, chavales! ¡Lo tenemos ahí, tíos!”. Xavi Hernández es el ideólogo. El que siempre estuvo convencido. Seguro de que ocurriría lo que está ocurriendo esa noche en el Prater de Viena.
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