La impresión franciscana de Zinedine Zidane no es equívoca. El hombre vive abstraído en mundos que solo él comprende. En sintonía con ese estado espiritual, repite con insistencia febril que la virtud esencial de un equipo bajo presión es la “paciencia”. Cuando ya no queda margen de error el técnico insiste en que ninguna solución es posible sin mantener la calma. Su admonición no es casual. Zidane conoce como pocos el particular ecosistema que habita. Sabe que no existe un club más atormentado por la urgencia que el Real Madrid. Sabe que sus aficionados tardaron apenas dos semanas en pitarle, tras su debut en 2001, y que la ansiedad no ha remitido. Sabe que la directiva superpone fichajes y bajas a tal velocidad que traspasos que costaron 80 millones hace una temporada hoy están en el mercado. Sabe que en este contexto de vértigo hay una excepción estratégica. Se llama Gareth Bale.
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