Todo lo que pasó en Gelsenkirchen tiene que ver con el carácter insondable del fútbol, donde lo que parece celeste de pronto se convierte en azulón sin que nadie sepa explicar el motivo. Y cuando se veía azulón viró a celeste. Porque el Manchester City tenía controlado el partido, lo ganaba y lo tiranizaba con una serie de valores a los que el Schalke no podía ni aspirar. Ni a tener el balón, ni a la asociación para moverlo, ni al plan para recuperarlo, ni mucho menos al talento para que todo eso mezclase. En siete minutos, justo antes del descanso, todo cambió. Llegaron dos penaltis y se voltearon el marcador y las expectativas. El Manchester City, al que aún se espera en la nobleza europea, pareció entonces derrotado, pero regresó con dos goles postreros y se marchó ganador hacia un partido de vuelta que debería ser un trámite ante un rival que ya no podrá especular con el marcador.
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