Los Juegos es ruido. Traca y fuegos artificiales. Los Juegos es Usain Bolt, que llega a Río y antes de salir a la pista del estadio se asoma a un escenario y baila samba alegre con bailarinas de poca ropa. Instantáneamente, de las conversaciones de la gente desaparecen el mosquito del zika, el miedo, la violencia, el agua verde de la piscina y los dopados rusos. Comienzan los Juegos maravillosos de la ciudad maravillosa al ritmo de las zancadas y la risa contagiosa de Bolt, un niño a punto de cumplir 30 años. Una niña es Simone Biles, la gimnasta que transforma el deporte, lo convierte en un arte para adultos, fuerza, músculo y gracia. A su lado, al lado de ambos, Michael Phelps, el dueño de los focos la primera semana, es un señor mayor, casado y con hijo, que persiste por cuartos Juegos en sus costumbres. Los Juegos de Río aclaman no a un dios, sino a una trinidad. Tres monosílabos potentes. Cada uno de los tres deportes que soportan todo el peso olímpico, atletismo, gimnasia, natación, genera un campeón indiscutible. Maravilloso. El triunfo inevitable del estruendo.
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