Jugar ciertas finales requiere de muchos años, tal vez en el sentido que el artista McNeill Whistler, cuando un día le preguntaron cuánto tiempo había tardado en pintar uno de sus 'nocturnos', respondió que "toda la vida". Un Nadal-Federer, como el del Open de Australia, no es un asunto de horas, el tiempo que duró el partido, sino de la atmósfera que esos rivales son capaces de convocar cuando se citan en una final. Eso lleva años, duelos y más duelos titánicos, hasta que un día su reencuentro, improbable, se convierte en el último sueño cumplido. Su tenis se volvió de nuevo una misa perfecta. Siempre ofrecen algo más que tenis, Federer porque corre y golpea con sombrero, como en un escenario, y Nadal porque parece salido del Pequod de Moby Dick, vapuleado pero invencible.
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