El montañismo, una actividad cuya mecánica es aparentemente tan sencilla (subir primero para bajar, después) que casi todos sospechan de ella, observa numerosos códigos éticos no escritos. Todos entienden que usar un teleférico no te hace montañero, que cambiar a un compañero por una cima es lamentable o que atender una petición de auxilio es una obligación. Al no ser vinculantes, dichos códigos pierden fuerza en función de las manos que los barajen: en el K2 (8.611 m), solo una de las dos expediciones que podían acudir al rescate de dos alpinistas desaparecidos en el Nanga Parbat (8.125 m) decidió hacerlo. Y la negativa no tiene por qué ser un gesto inhumano, sino solo puro pragmatismo: ¿para qué exponerse si las posibilidades de encontrar vivos a Tom Ballard y Daniele Nardi son ridículas? ¿Tienen que morir más para cumplir con los códigos moralmente aceptables?
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