El viento del Estrecho barrió el estadio de Tánger con ráfagas huracanadas. Los banderines de córner se doblaban, las redes de las porterías se sacudían con violencia, las banderas de plástico volaban por el aire y el balón se comportaba de manera impredecible. Si lo colocaban en el suelo en un tiro libre, el torbellino lo hacía rodar. Si un futbolista daba un pase, se frenaba o se aceleraba. Nadie conectaba con nadie. Los balones centrados cambiaban de dirección burlando las botas de los rematadores. Todo era imprecisión en el partido amistoso que midió a Marruecos con Argentina este martes, un bodrio sin siquiera disparos a portería que destempló a los jugadores, que acabaron fuera de sitio, dándose patadas, enganchados en trifulcas ante la impotencia de los árbitros, que no querían expulsar a nadie para no arruinar todavía más el espectáculo. Esta vez los hinchas argentinos no podrán culpar a Messi del mal juego ofrecido por su selección. Nunca se sabrá por qué ocurrieron las cosas en este partido extraño, de tanta distorsión que provocó la ventolera.
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