El misterio, a estas alturas, sigue sin resolverse: ¿Cómo consigue Roger Federer hacer tan extraordinariamente fácil aquello que es tan extraordinariamente difícil? ¿Cómo demonios logra el suizo, camino de los 38 años y de mecha infinita, transformar el violento crujido de su cordaje en la caricia más delicada? Solo él lo sabe, nadie más. Solo él domina el juego como lo hace, metiendo una, dos o tres marchas más si es necesario, o bajando el ritmo si la escena así lo demanda, porque solo hay un tenista capaz de marcar los tiempos y dominar la acción de esa manera. No se mancha, no se despeina, y rara (rarísima) vez suda. Sencillamente, Federer gana.
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