Cuando lo hacía Miguel Indurain, y el cofrade de la orden del Pimiento y la Axoa de Espelette lo ha conseguido dos veces, parecía lo más normal del mundo; cuando lo consiguió Marco Pantani, en un 1998 de todas las tormentas, se consideró como un hecho excepcional, hijo de las circunstancias tristes del ciclismo el año del caso Festina y del carácter único del Pirata, el último escalador puro que pudo con el Tour. Y cuando, décadas antes, lo consiguieron Fausto Coppi, Jacques Anquetil, Eddy Merckx, Bernard Hinault y Stephen Roche, el bicho raro en la relación, conseguir la victoria el mismo año en el Giro y en el Tour, las dos grandes pruebas por etapas más antiguas y prestigiosas, no se consideraba más que como otra muestra de su grandeza, una obligación de quien se consideraba campeón. Una señal que les convertía en leyendas para siempre tal como lo hace aún la pertenencia al club de los cinco, el Gotha en que se reúnen los cuatro que han ganado cinco veces el Tour, Anquetil, Merckx, Hinault e Indurain.
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