Entre vecinos, la envidia es sanísima. Proporciona otra suavidad a los días. Te hace sentir joven y podrido. Por eso nos gustan tanto los derbis. Si los Barça-Español, Betis-Sevilla o Atlético-Madrid vibran de un modo casi irracional es porque existe entre los contendientes un odio cotidiano, acogedor, que caliente al estilo de la chimenea; como para prescindir de él. Son partidos que valen tres puntos, como los demás, pero en qué cabeza entra que sólo valgan eso. Un derbi es algo importantísimo, sin demasiada importancia. Si el fútbol ha sobrevivido hasta aquí, pese a la que ha caído, es porque concede justamente importancia a cosas que carecen de ella. Algo bueno debía de tener la envidia. Bill Shankly, que no sólo guió al Liverpool FC a sus mayores éxitos, sino que convirtió el odio al Everton en una motivación, acostumbraba a decir que en su ciudad sólo había dos equipos: el Liverpool y los suplentes del Liverpool. El Everton le merecía tal desdén que si jugase en el jardín de su casa, decía, correría las cortinas para no verlo.
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