Mientras uno de los contrastados especialistas televisivos exigía la entrada inmediata de Morata, y lo exigió hasta en una decena de ocasiones, Benzema y Cristiano hacían campeón del mundo al Madrid. Es este, el de campeón mundial, un término algo ampuloso para un torneo de apariencia menor, que otorga al ganador un título al que todas las aficiones quitan trascendencia excepto las de los equipos que lo disputan. El Madrid estuvo ayer a punto de perder la final del consabido Mundial de Clubes, lo que habría provocado enorme rechifla en muchos puntos del planeta dado que el rival era el nunca bien ponderado Kashima japonés, ahí es nada. Que se reveló, para sorpresa general, como un equipo valiente y mucho más que decente. “Muy dotados están estos japoneses”, decía Manolo Sanchis en la retransmisión. Sin entrar en tan proceloso terreno, es cierto que el Kashima hizo todo por destrozar los pronósticos y llevarse el triunfo, pero chocó con un árbitro que se quedó a un milímetro de expulsar a Ramos, con la pegada de Cristiano y, sobre todo, con Benzema, ese futbolista indolente, abúlico, gandul, extraño, melancólico, algo ido y, por resumir en una palabra, único.
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