Nairo Quintana (Tunja, Boyacá, 1990) ya no es un niño aunque la alegría infantil de sus dientes blancos con la que deja asomar un plátano travieso por el bolsillo de su maillot en carrera así lo pueda hacer pensar. Ha cumplido ya 29 años. Acuna a Tomás, de pocos meses, su segundo hijo. Por el hotel se mueven sus padres, su mujer, Paola, con Mariana, su hija, y su madre, y su hermano Alfredo. Ha ganado una Vuelta y un Giro, y, no, aún no ha ganado el Tour de Francia que todos le prometían desde que quedó segundo el año de su debut, cuando tenía 23. Su mirada seria, profunda, traiciona el mensaje de un corte de pelo digamos pijo, demasiado cuidado. Evidentemente ya no se lo corta él mismo con tijeras de esquilar, como solía. El ciclismo, ganar el Tour, el sueño amarillo, ya no lo son todo en su vida, preocupada por su tierra, por su identidad, por el valor de su oficio para la sociedad. Su continuidad en el Movistar después del final de su contrato, en diciembre próximo, también parece imposible. “El sueño amarillo ya no es una obsesión. Si lo fuera, me habría ahogado”, dice.
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