José Ángel Iribar sumó este jueves un año más a su vida (y van 75), pero desgraciadamente el martes restó un amigo de toda la vida, Enrique Castro Quini, el goleador bonachón que se emocionaba en cuanto veía desde el autobús el arco de San Mamés. Año tras año sentía la emoción de la primera vez. Portero y delantero eran almas gemelas con objetivos distintos, unidos por aquel arco “que veías desde 15 kilómetros antes de llegar. Mirases donde mirases allí estaba el arco”, recordaba Quini en el centenario del viejo San Mamés, antes de su demolición. “Sabías que podía esperarte la gloria, si triunfabas en San Mamés, pero lo que también sabías es que ibas a tener que pelear no durante los 90 minutos sino desde 15 kilómetros antes cuando ese arco tan majestuoso te indicaba que no ibas a cualquier parte, que no ibas a jugar un partido más, fuera cual fuera el resultado”. Allí, bajo ese arco y entre los postes de las porterías (la de Ingenieros y la de Misericordia), habitó José Angel Iribar durante 18 temporadas, rey de la longevidad rojiblanca, en una época ciertamente donde la titularidad era sagrada y el derecho de retención incuestionable.
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