Los nombres no importan demasiado. A menudo son algo que se impone. Casi nadie decide cómo se llama. Te llaman, y se acabó. Si tienes suerte, te buscas un apodo o un nombre artístico, y un día te conocen por Colette, Camarón de la Isla, El Pelusa, Marilyn Monroe o El Sopas. Son nombres, nada más. Lawrence de Arabia tuvo siete motocicletas y a todas las llamó George. Con George VII sufrió un accidente y se mató. Y qué me dicen de D. H. Lawrence y su novela El amante de Lady Chatterley, en la que Constance y Mellors ponen nombre –Lady Jane y John Thomas– a sus genitales. Nombres, nombres, solo nombres. Mi perra se llama Gilda, y los perros de mis padres Trotski y Helmut Kohl. Y aún antes otro se llamó Pelé. ¿Por qué, entonces, el nuevo estadio del Atlético de Madrid no se va a llamar Wanda Metropolitano?
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