En unas fotografías del estadio de Wembley de los años cincuenta, con las que me topé hace poco, las gradas estaban a rebosar. Sólo había hombres. En una muestra de elegancia ya desaparecida, todos vestían traje y corbata bajo el abrigo, pues ese día debía hacer frío. Cabe pensar que se trataba de gente de origen humilde, y como consideraban el fútbol una cita importante, acudían con su mejor ropa. Unos llevaban sombrero, otros gorra, unos eran calvos y otros no, aunque lo serían. Muchos sostenían un cigarro entre los labios. Fumaban sin manos. En general, los gestos parecían serios, como en misa. En las fotos no se distinguían brazos levantados, ni aspavientos, ni bocas abiertas, tal vez porque en ese instante no se adivinaba peligro en el terreno de juego, y se atravesaba un intermedio de paz. Podemos deducir que con un gol, o un error arbitral, el ánimo y los ademanes serían distintos. Detenidamente observadas, en esas gradas se intuía algo agazapado, que aguardaba al momento idóneo para estallar.
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