Con el paso de los años, ya sea de manera voluntaria o por simple prescripción facultativa, he ido abandonando un buen puñado de pequeños placeres que me endulzaban la existencia sin apenas reparar en ello, principalmente aquellos que se sustentaban en un estado físico envidiable y en la temeraria ausencia de responsabilidad y sentido común habituales en las edades más tiernas. Una tos productiva y molesta me convenció de los beneficios de abandonar el consumo de pitillos artesanos y rojo libanés, el matrimonio redujo de manera progresiva los revolcones a escondidas conmigo mismo y Don Ramón, el director de la sucursal bancaria, se encargó de hacerme comprender que despilfarrar mi escaso sueldo en casinos on-line y fascículos coleccionables de cualquier mierda no era la mejor manera de sostener un hogar decente y fuertemente hipotecado. Así las cosas, me vi obligado a buscar nuevas fuentes de placer, nuevos estímulos a bajo coste con los que teñir una vida tan gris que indignaría incluso a las principales asociaciones de bibliotecarios y cobradores de peajes.
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