Faltaba media hora para el comienzo del derbi y el confeti dorado brillaba en las baldosas de la plaza de la parroquia de los Sagrados Corazones, frente al palco del Bernabéu. La alta burguesía madrileña acababa de celebrar una boda. Las señoras vestidas de rigurosa etiqueta y los caballeros de esmoquin se mezclaban con los hinchas que iban alegres por las aceras del Paseo de la Habana. El clima era festivo. El Barça acababa de empatar (1-1) contra el Athletic en el Camp Nou y los bares de las inmediaciones se abarrotaban de gente optimista que apuraba la última copa antes de meterse al estadio a sufrir. La cosa se puso tan fea que, al cabo de 90 minutos el empate (0-0) resultó un alivio para muchos. Para Julen Lopetegui, el primero.
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