mardi 4 avril 2017

Jon Rahm, como si toda su vida hubiera estado en Augusta

“Espectacular, ¿no?”. El conductor del bugui que lleva a los periodistas al campo de golf desde el recién construido monumental nuevo centro de prensa, puro lujo y pomposidad sudista, caoba, piedra y moqueta espesa, no esconde su admiración por el tremendo edificio, escalinatas, porches y verandas copiados de Lo que el viento se llevó, al que dedica el elogio supremo. “Parece que ha estado ahí toda la vida”, dice. Es el Augusta National Golf Club, donde las azaleas maltratadas por las tormentas y los magnolios azotados por el viento sin capullos, donde el primer grande del año, el Masters, el grande más reciente (nació en 1934 y la del 17 será solo su 78ª edición) y más deseoso de inventarse una tradición, un torneo de toda la vida. En el Masters debuta Jon Rahm, un chaval de 22 años que llega para dejar huella y que pasea por el campo con su amigo Phil Mickelson como si hubiera estado allí toda la vida. Es el encanto del Masters, claro, “Estoy aquí porque pienso que puedo ganar. Si no, no habría venido”, dice el debutante Rahm, hijo golfístico de un mestizaje único cantábrico-norteamericano. Por sus venas de golf corre sangre de Seve y de Olazabal y también de Mickelson, y quienes no hayan oído hablar de él y le vean jugar, hablar y moverse por las calles de Augusta dudarán si es un americano criado a orillas del Cantábrico y sus galernas o un vasco madurado en Arizona.

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