Todo iba normal en la primera etapa de la Vuelta al País Vasco, o sea con calma, con la calma justa del pelotón. O sea, con una escapada consentida y de repente el niño, los niños (tres: Mas, Bagot e Igor Antón) se esconden tras las patas de una mesa. Les dejan esconderse hasta que llega la hora de la merienda y entonces no hay más que hablar. Les cazan y a la mesa. A comportarse que hay esprínters hambrientos. El problema es que en esa batalla tan habitual, la de un lugar en la mesa, hubo uno que llegó tarde, Alberto Contador, el hermano mayor de la carrera, el perito en lunas, que llegó a 1,04m del pelotón cuando ni llovía, ni hacía sol, ni hubo viento, ni abanico, ni rivales que se volvieran ariscos, ni que le hicieran cosquillas que es lo menos que te pueden hacer en el inicio insípido de la carrera. Pero no pasó nada: Contador se cayó dentro del último kilómetro y la desventaja pasó al olvido. Fue un susto, no una herida.
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