Uno sabe que se ha convertido en un adulto con todas las de la ley cuando empieza a hacer cosas que, sencillamente, no le apetecen: madrugar, ponerse corbata, asistir a bodas de parientes lejanos, marcar la casilla de la iglesia en la declaración de la renta… Claro que de niños también nos hemos visto en idéntica tesitura en más de una ocasión pero siempre bajo algún tipo de amenaza latente, lo mismo una hostia de tu padre que la posibilidad, más o menos deslizada, de que tu colección de cómics terminaría por rellenar la urna con las cenizas del abuelo si no te comías las lentejas.
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