La renovación es uno de los momentos más esperados por un futbolista. Se trata del otro gol. Ese día se viste con su mejor traje para acudir a la rúbrica del contrato, en un gesto de respeto hacia el club, y sobre todo hacia su dinero y su imagen. Por lo general las fotos de ese instante acaban en un portarretratos, en una mesa auxiliar, junto a un portalápices lleno de bolígrafos que no escriben y al teléfono fijo, al viejo estilo. No hay que descartar que durante las horas previas a la cita, el jugador ensaye su firma sobre periódicos viejos, o en la correspondencia bobalicona que de vez en cuando aún envían los bancos. Mejor no dejar nada al azar, aunque sea un vulgar garabato. Los detalles pesan como piedras en los bolsillos. Con el tiempo, las firmas también se desgastan, se acomodan, se borran, hasta quedarse en una tos seca. No les hace mal un leve arreglo. En un sentido estricto, una firma sobre un contrato que te ata varios años a un club es algo muy serio, no un mero autógrafo. Thomas Mann planificaba los personajes de sus novelas antes de ponerse a escribirlas hasta el punto de imaginar, precisamente, cómo sería su firma.
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