El año pasado, cuando llegaron los días clave, los fines de semana en los que tenía que defender esa primera plaza a la que se había encaramado bien pronto y que cuidaba cual jabato, victoria tras victoria –hasta la octava, que llegó toda vez ya se había proclamado campeón–, Johann Zarco obligaba a los miembros de su equipo a apagar las pantallas de tiempos dentro del box. No quería tener más referencias de la pista que la poca información que había convenido con el mecánico que le mostraba la pizarra vuelta a vuelta y sus propias sensaciones encima de la moto. El mundo exterior no importaba. No existían los rivales. Así lograba concentrarse. Así se aislaba de la presión.
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