En la familia sobrellevamos con más o menos vergüenza un episodio que involucró a un pariente de Hospitalet dentro de su propio piso. Le gustaba encerrarse en el baño a leer durante quince minutos diarios. “Es un placer secreto”, decía con una afectación innecesaria, medio cursi. Un día que nos visitó en Ourense se pasó media hora enclaustrado y tuvimos que rescatarlo porque se le durmieron las piernas. Pero el día de la vergüenza fue otro, cuando se encerró con un best-seller en el baño y al salir descubrió que, en ese intervalo, le habían entrado en el piso y robado el equipo de música. En un despiste, se había dejado la puerta abierta. “Fue una cagada”, reconoció. Conté esta anécdota el sábado, entre amigos, al poco de marcar Suárez para el Barça, porque la confianza con la que accedió el Madrid al vestuario, y el drama que se desató sobre él al salir, me la recordó peligrosamente. Esos quince minutos de descanso también significaron la tumba del Madrid, que cuando regresó al campo era ya un equipo desvalido, sin padre ni madre.
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