Gane o pierda, brille o no lo haga, los partidos de Rafael Nadal (6-4 y 7-6 a Jiri Vesely) en los últimos tiempos se traducen en una especie de penitencia. Cada bola, cada movimiento o cada golpeo se convierten en un ejercicio autocrítico del español, sometido a su propio juicio (y al ajeno) una y otra vez, afligido la mayor parte del tiempo que permanece sobre la pista. Nadal, ahora en el décimo peldaño del ránking, juega como si tuviera que demostrarse una vez sí y otra también que lo vale, que aún es un tenista competitivo; que lo conseguido conseguido está, pero que aún le queda cuerda para bailar entre los gigantes del circuito.
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