Cuando terminó su ronda el sábado, su caddie le dijo a Jason Day: “Tío, esto ha sido épico, la mejor ronda de golf que he visto en mi vida. Algún día harán una película de esto”. Day, tambaleándose por un ataque de vértigo que le impedía doblar el cuello y mirarse la punta de los zapatos, había logrado con una tarjeta de 68 golpes (incluidos cinco birdies en los segundos nueve hoyos) compartir el liderato con Jordan Spieth, Dustin Johnson y Branden Grace. La víspera, el viernes, el vértigo, acrecentado por el alucinante trazado del campo de Chambers Bay, montañas rusas de arena, piedras sueltas y hierba de tonos marrón-verdáceos, había derrumbado al australiano, que se pasó varios minutos caído en el suelo mientras el cielo giraba sin sentido por encima de él. Después de terminar el domingo el 115º Open de Estados Unidos, la batalla de Day, quien no pudo mantener el ritmo, debería convertirse sin más en una subtrama de la pretendida película, cuyo guión, cuyo protagonista, será quizás menos dramático, más aburrido, pero no menos grande, pues fue Jordan Spieth, el mismo chaval de Texas que ganó hace dos meses el Masters de Augusta, los mismos pantalones blancos y su soso niqui azul, quien finalmente alzó la copa de la victoria. Desde 2002, desde el mejor Tiger Woods, ningún golfista ganaba los dos primeros grandes del año, manteniendo, así, en junio, la ilusión de que el Grand Slam puede caer; desde hace 93 años, desde Gene Sarazen, uno de los más grandes de la historia, ningún golfista tan joven (Spieth cumple 22 años en julio) tenía ya dos grandes en su recibidor.
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