María Guerrero sufre. Como si la llevara su hijo, Jorge Lorenzo, de paquete en su Yamaha. Sufre en cada curva, al verle tocar el asfalto con la rodilla, con el codo –“¡Y hasta con el hombro!”, exclama, alucinada–; sufre en cada cambio de dirección, con las caídas y cuando busca la pole. Cualquiera diría que lleva viéndole pilotar desde los tres años. “Era tan pequeñito que su padre tuvo que hacerle un chasis a medida”, recuerda. Tener un campeón del mundo en casa no le ha hecho acostumbrarse a esos nervios que siente en cuanto se abre el pit lane. Así que se fuma un cigarrito antes de cada sesión. Y gesticula (mucho) cuando explica, mientras sigue la sesión por la tele –nunca la ve en el box, “demasiada tensión”, ni en la pista, “porque ahí sientes la velocidad”– que a su hijo no le van bien esos neumáticos que Bridgestone ha decidido traer este fin de semana a Assen, donde se celebra el gran premio de Holanda y Lorenzo saldrá desde la octava posición: “Él pasa mucho tiempo inclinado, ¿sabes? Y con estos neumáticos no se siente cómodo”. Eso sí, matiza, lo que tiene es ritmo, “porque ha vuelto a su estilo, fino, a como había pilotado siempre”.
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