Existió una época en que agosto sólo era agosto, y parecía que nunca se acababa. Tenías tiempo para hacer de todo, porque al fin y al cabo tampoco había mucho que hacer. Eso te permitía aburrirte un poco todos los días, casi siempre a la misma hora. Pero lentamente agosto fue adquiriendo forma de septiembre y a llenarse de deberes pendientes. Al poco, se pareció a noviembre, y después a enero, y un día, inexplicablemente, ya no se diferenciaba demasiado de mayo, que es esa fase del año en el que se deciden los títulos. El fútbol nos robó los almanaques. Lo trastocó todo. Cambió el sitio de las cosas. De pronto, los hechos importantes arrecian ya el principio, en mitad de las vacaciones, sin ocasión de ponernos tristes porque volveremos al trabajo. El fútbol se entrometió, nos achicó el placer. Te hace pensar en el sargento Hartman, el instructor jefe de La chaqueta metálica,cuando irrumpe al alba en el pabellón de reclutas, que forman en calzoncillos, y se pone a revisar las uñas de las manos y los pies, mientras grita “roña”, “ampolla”, “recristo”, y sólo acaba de empezar el día.
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