Edificado sobre un cerrillo de Butarque, en los aledaños del estadio del Leganés las hinchadas se mezclaban a la espera de la llegada de los autobuses de sus respectivos equipos. Entre los aficionados locales imperaba el orgullo de sentir a su equipo y a la ciudad en Primera División. Remozado el coliseo con los ajustes necesarios para la máxima categoría, con los empleados volcados en sostener la imagen, las autoridades y las directivas charlaban en la planta baja forrada de moqueta verde. El cumplimiento de esos requisitos que exige la élite es el envoltorio final de ese ascenso meteórico logrado en tres años desde la Segunda B, en mañanas domingueras y futboleras al sur de Madrid. En medio de ese forraje del confort exigido, el olor a panceta que desprenden los bares del estadio conservan esa esencia del fútbol modesto. Un costumbrismo y una normalidad que también mantiene Asier Garitano cuando pasa con su mochila en la espalda por delante de prensa y aficionados a solo un par de horas de afrontar un partido que para el club y el municipio era una fiesta que se agitó con la furia guitarrera del Thunderstruck de AC/DC minutos antes del comienzo. En ese paisaje enfervorizado, el Atlético volvió a evidenciar los mismos problemas con el gol que en la primera jornada y rememoró sus viejos problemas con el balón. Ni Griezmann ni Gameiro resolvieron esa falta de puntería que tanto penaliza a su equipo. El Atlético firmó otro empate que le aleja muy pronto de la cabeza. Esos cuatro puntos pueden ser un mundo dada la velocidad de crucero que suelen imponer Madrid y Barça.
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