Luis Enrique se secaba el sudor de la frente, pedía calma, protestaba a voz pelada al árbitro y arengaba al Barça a hacer un último esfuerzo. En la zona técnica del Sevilla, Unai Emery, el utilero, el delegado, y los jugadores se comían la línea de banda del Dinamo Arena de Tbilisi cuando Rami falló un cabezazo sobre la bocina. Uno tiró una silla, otro golpeó a la valla publicitaria, un tercero se tumbó en el suelo y todos lanzaban improperios. De embocar el central el remate, el duelo se hubiera ido a los penaltis. Pero no entró el balón y el Barça certificó su superlativo triunfo (5-4) y también la hegemonía del fútbol español en Europa, que ofreció su riqueza técnica y táctica.
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