Apenas un par de jornadas, ese es el tiempo que ha necesitado José Mourinho para que la cúpula del Manchester United sucumbiese a la tentación de ratificarlo en el cargo, una anomalía que se explica desde la responsabilidad, pero también desde una cierta acumulación de desencantos. Ya son dos las temporadas simulando un combate doméstico poco creíble, tan alejado de los campeones respectivos que el título liguero no parece tanto un reto a conquistar como un objetivo a vigilar. Cuesta creer que precisamente él, acostumbrado a lucir rango de emperador en las tarjetas de visita y autoproclamar su naturaleza especial, se vea obligado a interpretar el papel de detective modesto en los últimos tiempos, el viejo sabueso golpeado por la vida que se sube a un taxi y ordena al conductor que siga a ese otro coche.
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