Después de un trienio en la élite y habiéndole dado ya un par de bocados a la historia del tenis, se adivinaba un 2018 más que sugerente para Garbiñe Muguruza. Conquistados de forma escalada Roland Garros y Wimbledon, dos de los territorios sacros, y habiendo experimentado el vértigo que supone la defensa del número uno y todo lo que ello conlleva, esta temporada se intuía como el enlace perfecto hacia una nueva dimensión, hacia la configuración de una tenista más compacta, mejor intérprete y más dominante. Sin embargo, el presente invita a la reflexión porque Nueva York dejó otra lágrima en un año en el que por h o por b no terminan de salirle las cosas.
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