Es difícil aplaudir lo que no se ve, lo que no se entiende, por eso a la mayoría de los aficionados nos gustan los futbolistas que saltan al campo con varios cuchillos entre los dientes y el pulsómetro echando humo, a punto de reventar. De manera instintiva, supongo, nos sentimos más seguros defendiendo castillos que atacando fortalezas y es por eso que el juego de posición siempre ha sido visto como una pequeña herejía, una anomalía psicodélica que socavaba cualquier principio fundamental de convivencia futbolística y ponía en riesgo nuestra condición de país modernísimo con cuarenta y tantos millones de entrenadores. De repente, los viejos axiomas del arrojo y el poderío físico dejaron de tener validez frente a un estilo que proponía técnica e inteligencia para ganar, una especie de nuevo comunismo que resucitó viejos demonios y nos puso en guardia frente a la revolución: “Se empieza por pasarse el balón los unos a los otros y se termina amenazando el capitalismo”, pensaron algunos.
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