La sonrisa de Zidane se desdibujó. Se emborronó en un punto indeterminado del trayecto de tres semanas que fue de Roma al Ciutat de Valencia pasando por Málaga y Chamartín. Cuando el entrenador del Madrid bajó a las galerías del estadio del Levante, ayer por la noche, después de ganar 1-3 con problemas hasta el final, su boca estaba endurecida y seca de tanto gritar. Los ojos inyectados en sangre, clavados en sus interlocutores, recordaban la mirada del competidor intempestivo que no podía reprimir la ira. Parecía un poco más viejo. Como si desde la noche fría de vísperas de Reyes en que fue presentado hasta esta tarde tibia de marzo mediterráneo hubiesen pasado más que dos meses, dos años.
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