Se abrió la puerta metálica de la sala de conferencias gris de Valdebebas y en contraste con la iluminación débil, como de administraciones penitenciarias, apareció sonriente y gentil Gareth Bale embutido en el chándal de Adidas color fósforo, la coleta ceñida en la coronilla, la barba de una semana y los ojos bien abiertos, como intentando comprender a la audiencia inquieta que se apiñó mirándole. Cuando faltan tres días para el clásico de Liga en el Camp Nou y después de dos años y medio de residencia fija en Pozuelo, la pregunta resonó con el tono inexorable del reportero que ignora que a Bale le chiflan los chuletones de buey del asador Txistu.
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