En la primera página de Dejen todo en mis manos, de Mario Levrero, aparecen un editor y un escritor sentados frente a frente. El autor quiere saber si al fin van a publicar su novela. Se intuye la desazón. Pero a la persona que tiene delante, privada del carisma de los grandes editores, le cuesta decir “no” de un modo frío, afilado, irrevocable, así que empieza comentando que “la novela es buena. Pero…”. No tiene ocasión de decir nada más. En ese momento, el escritor levanta una mano hacia él y lo detiene. “Perfecto. Ya entendí. Ahórrate el discurso”, señala. No se siente decepcionado. Simplemente, tenía que habérselo imaginado antes, pues desde hace años sus novelas pertenecen a esa clase: “buenas, pero…”.
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