Aunque mantiene el tono competitivo porque sigue en la cresta de la Liga al tiempo que en la Champions ya está en octavos, el Barça se mostró en Eindhoven más confuso que nunca. Quizá por eso, cuando el traductor hacía eco de sus palabras en holandés, Ernesto Valverde repetía los lamentos silenciosos hacia la nada, acompañados por unas ojeras profundas y el gesto torcido. Se le veía incómodo, enfurruñado porque el juego de su equipo emitió señales desconcertantes. Como que Arturo Vidal le echara una reprimenda a Semedo tras un balón a su espalda; que Lenglet y Rakitic discutieran hasta que intercedió Piqué; que Coutinho siga siendo una sombra de lo que fue; que Dembélé bailara a Gastón Pereiro en una baldosa por tres veces para después errar un pase de dos metros; y que el equipo jugara a achicar agua en ciertas fases del encuentro, incapaz de hilvanar el fútbol por dentro ni por fuera, también con el tembleque en el cuerpo cuando debía sacar la pelota jugada ante la asfixiante presión rival. Guirigay que se da periódicamente en la Liga, pero que se presuponía prohibido en la Champions, competición primordial para los azulgrana como advirtió Messi, único en hacerse valer con una jugada entre cinco rivales para marcar su gol, para explicar que todavía le alcanza con sus pies para reventar al rival.
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