Dos Turati coincidieron en el tiempo en la Italia de principios del siglo XX. Uno, Filippo, fundó el Partido Socialista y otro, Augusto, fue secretario general del Partido Nacional Fascista. Sobre los hombros de este último, Augusto Turati, recayó el peso de una de las grandes obsesiones de Benito Mussolini: convertir la exhibición del físico en una de los orgullos del fascismo. El propio Duce, como es sabido, acostumbraba a pasearse sin camiseta con el pecho bronceado (costumbre que, sin bronceado por cuestiones culturales, ha continuado el presidente ruso Vladímir Putin; de tener ambos pelos en el pecho podrían encabezar la muy gallega categoría de peitolobos). Además de ser fascista, Turati tenía otro rasgo que no le iba a la zaga: era periodista y llegó a ser jefe de La Stampa. Pero de él, Mussolini admiraba su tercera vocación: la de deportista. Lo fue muchísimo, también en los despachos. Turati fue presidente de la Federación Italiana de Tenis, presidente de la Federación Italiana de Atletismo y presidente del Comité Olímpico Italiano, prácticamente el triatlón del canapé.
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