A lo largo de su vida, Andy Murray, el nuevo número uno del tenis mundial, ha tenido que soportar cargas que a otra persona le hubieran derribado de inmediato. Cuando era un niño sobrevivió a la matanza infantil en un centro escolar de Dunblane, en un episodio cruento que le marcó para siempre y sobre el que apenas se ha pronunciado; luego, cuando comenzó a dar los primeros golpes con la raqueta y a ofrecer serios indicios de que podía triunfar, sostuvo el empuje nacionalista del Reino Unido, que veía en él a otro Fred Perry, a otro icono deportivo con el que poder sacar pecho; y durante la última década, en el circuito profesional, el escocés ha tenido que convivir con el estigma de que era un perdedor, de que a pesar de ser muy bueno no resistía a la comparativa con Roger Federer, Rafael Nadal y Novak Djokovic, los tres gigantes.
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