Mientras el cielo de Madrid escupía unas gotas que enmarañaban todavía más la zona centro de la capital, revuelta de por sí en estas fechas prenavideñas, Rafael Nadal se dirigía en la octava planta de uno de los edificios más icónicos de la ciudad a un grupo de jóvenes emprendedores. Hablaba el tenista de iniciativa y deseo, de dedicación, de que sí él ha podido llegar a ser uno de los grandes en lo suyo, la raqueta, cualquier otra persona puede conseguirlo en el ámbito que más le atraiga. Se expresaba Nadal desde ese prisma de madurez adelantada que le exige su condición de figura ejemplar del deporte y la audiencia, poblada de adolescentes y un selecto grupo de mentes pensantes que pretendían seducirle tecnológicamente, no perdía detalle.
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