En el velódromo olímpico de Londres los aficionados que lo llenan enloquecen y gritan en éxtasis: Bradley Wiggins y Mark Cavendish, reunidos por última vez, como si fuéramos los Smiths, dice el viejo Wiggins, juntos de nuevo y como despedida a petición del público, ganan el Mundial de Madison igual que lo habían ganado hace ocho años en Manchester, aún jóvenes y sin las heridas del asfalto en su piel y en su pecho entonces, ahora viejos rockeros, suspiro de nostálgicos. Al mismo tiempo, el mismo día, el domingo, en Francia, al Este de París, lo viejo y lo nuevo, la ambición de perpetuarse, el deseo de crecer, también se reunían en bicicleta para disputar el prólogo de la París-Niza, la carrera de final de invierno en la que los campeones ofrecen sus primicias y en la que los que nunca serán grandes campeones buscan hablar con su propia voz. Y en los 16s que separan al ganador de los 6,1km contrarreloj, el rápido australiano Michael Matthews, que llevaba meses ensayando la carrera, del último de los grandes en la carrera, Alberto Contador, todos ellos se alinean.
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